La indolencia del verano y el
presente como baluarte de nuestras vidas.
Cada verano la misma historia. Después de terminar la larga travesía de
exámenes, trabajos que realizar para la universidad y largas horas de estudio,
una sensación de falta de energía, pereza y ganas de no hacer absolutamente
nada que implique esfuerzo intelectual me invaden por completo. Y cada año
siento esa sensación de culpabilidad y cierto reproche interior por estar
perdiendo las horas que me proporciona el estío en quehaceres absurdos y pocos
productivos. Pero no puedo evitarlo… Llega el verano y me siento cansada.
Necesito sentir que no tengo obligaciones ni deberes que me sometan a la rutina
del estudio. El verano se asemeja a ese oasis de calma, aguas cristalinas y paz
interior que mi mente necesita después de un curso plagado de nervios y estrés
por terminar las tareas que fijan los profesores y estudiar para superar con
éxito las pruebas finales.
Ha llegado el verano y siento que todo lo que puedo hacer es leer un buen best seller mientras tomo el sol, como
un helado, aprovecho para ver series de televisión pendientes y escribir en mi
blog literario. Las largas horas de luz y el calor invitan a relajarnos y a no
pensar en nada que implique sacar humo por la cabeza. Y cada año propongo
actividades para el verano que luego son pospuestas por alternativas más
relajadas. Es la maldita culpabilidad de sentirme perezosa. Los remordimientos
por no hacer nada, o quizás la inercia de estar siempre ocupada y bajo presión
hacen que cada verano, acabe cambiando la indolencia por una actividad
productiva e indudablemente intelectual. Este verano le ha tocado el turno a la
astronomía, una afición a la que me he iniciado después de años en los que la
he mantenido postergada. Me he pertrechado de un buen telescopio, me he
inscrito en un cursillo de astronomía y manos a la obra. He calmado mi
conciencia y he conseguido no sentirme culpable por estar con los brazos
cruzados. La pereza es la mayor enemiga del ser humano. Formamos parte de un
inconsciente cultural de raíces
judeocristianas que criminaliza la indolencia y premia el trabajo continuo.
Hemos aprendido a sentirnos mal si durante un largo espacio de tiempo nos
dedicamos a contemplar el paisaje y no hacer nada, como si el hecho de
descansar durante mucho tiempo ya no fuera descanso, sino el pecado de la
pereza, un pecado capital que la iglesia establece como uno de aquellos vicios
que no son perdonados ni por el mismísimo Yahvé.
Pero todos estos conceptos que están en nuestro inconsciente son aprendidos por
el contexto cultural en el que vivimos. Aprender a detectar qué es adquirido y
qué no, es el primer paso para analizar nuestro modo de pensar y darle la
vuelta a esa serie de preconceptos que invaden nuestra mente y configuran nuestro
modo de actuar. Si sé que el sentimiento de culpa por no hacer nada es adquirido
y pertenece al exterior, no admitiré sentirme mal la próxima vez que decida
Ha llegado el verano. Nos desprendemos de ropa, sentimos la luz del sol
durante largas horas y tenemos tiempo para hacer lo que nos dé la real gana. No
voy a sentirme culpable por ello y voy a disfrutar al máximo de la sensación de
ser un vago. ¿Acaso el ser humano no tiene derecho a disfrutar de esa misma
sensación que otros pueblos indígenas sienten como una manera de honrar a la
madre naturaleza? No quiero decir que los pueblos aborígenes sean perezosos, ni
mucho menos, pero sí han aprendido a dejar de lado el reloj para disfrutar más
el aquí y ahora, el momento presente, un don que el mundo occidental y
capitalista parece haber olvidado. Nuestro aquí y ahora es el mejor regalo del
mundo, que desaprovechamos en pro de lo inexistente: el pasado y el futuro, que
ya no están y sólo existen en nuestra mente. El primero en forma de recuerdos y
el segundo como proyecciones e
ilusiones. Ese vivir constantemente entre los recuerdos del pasado y las
ilusiones de un futuro que proyectamos en nuestra mente como una película de
ciencia ficción está socavando nuestra única situación certera: el presente.
Somos seres que discurrimos en el tiempo en un presente continuo que escapa
segundo a segundo. Nos deslizamos en un tobogán de obstáculos y saltos de agua,
pero estamos tan concentrados en superar esas dificultades y llegar a la meta
que nos olvidamos de gozar de la sensación de libertad que acompaña a la bajada
por el tobogán. Pues bien, al menos este verano intentaré no fijarme tanto en
el tobogán y admiraré la belleza del entorno que lo acoge. Otra buena idea es
aprovechar uno de esos días de indolencia del verano para ir directamente al
parque acuático y deslizarnos por uno de esos toboganes de agua refrescándonos
y pasando un día remojándonos y alegrándonos de poder disfrutar de los placeres
de la vida.
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