La
insolencia del viejo.
Estoy segura de que el título de este artículo sorprenderá a quienes lo
lean. Quienes en nuestro quehacer cotidiano estamos en contacto con personas
mayores sabemos que, en muchas ocasiones , su descaro e insolencia son mayúsculas.
El viejo es sabio y astuto. No tiene la fuerza de la juventud pero posee la experiencia de los años. A
pesar de que no me gusta generalizar, confirmo que una mayoría de personas de
la llamada “tercera edad” no tienen reparo en decir lo que piensan a voz en
grito y en increpar a cualquiera que los molesta. “El viejo se queja de vicio”
dicen algunos. Yo diría que se queja porque es consciente de que la lengua osada
e insolente es su única arma defensiva que conserva todas y cada una de sus
facultades incólumes. Seamos claros: Saber que hemos recorrido un buen trecho
del camino de la vida nos permite ciertas concesiones que, de no ser así, seríamos
incapaces de realizar. El viejo dice muchas veces lo que piensa, caiga quien
caiga y pese a quien pese. Todas estas cualidades que he podido apreciar en
gran número de personas mayores son admirables. La pena es que se tenga que
llegar a esta edad para atrevernos a decir lo que realmente pensamos.
Muchas personas mayores son misántropas. Les gusta reflexionar y meditar
sobre el género humano y sus desdichas y disfrutan de la soledad. Cabe decir
que para ser misántropo no hace falta llegar a viejo. Yo tengo ciertos rasgos
de misantropía bastante agudizados. Amo la soledad, no comparto aficiones con
otras personas y desprecio muchas actividades sociales. Considero que el ser
humano alcanza su plena libertad cuando hunde su pensamiento en las raíces de
su ser. Esa soledad, muchas veces impuesta, del viejo le lleva a la misantropía
y a un comportamiento antisocial que
agria su carácter. Es cierto, ¡sí! Muchos viejos viven amargados. Pero
hay que entender su postura. Muchos de ellos han recorrido una vida llena de
dificultades y no han podido realizar ninguno de sus sueños. Las circunstancias
de la vida y los problemas que han surgido en el camino les han impedido
realizarse como personas. Teniendo en cuenta que sólo se vive una vez, es
normal que el viejo se amargue viviendo como vive muchas veces entre sus
recuerdos.
Que el viejo es insolente, es evidente. Muchas veces su actitud y sus palabras son ofensivas. No aguanta ni “una
avispa en los coj…” como dice un dicho popular algo vulgar pero cierto. La insolencia puede
ser más o menos llevadera, pero en algunos extremos roza la agresividad. Traigo
una colación una anécdota que siempre recordaré. Un buen día subí al autobús y,
cansada de estar caminando todo el día, me senté en uno de los asientos
reservados. En la siguiente parada se subió un señor,y , viendo que no había
ningún asiento libre de los reservados ,
se dirigió hacia donde estaba sentada y se sentó encima de mí. Mi sorpresa fue
mayúscula y sentí tal vergüenza que lo único que me atreví a decir en voz alta
al señor y a todos los allí presentes que el don de la palabra existe para
muchas cosas, entre ellas el pedir las cosas con buenas maneras. El viejo en cuestión comenzó a chillar y
amenazar con el bastón. Y todo porque me había atrevido a quejarme de una
acción imprudente y maleducada por su parte. ¿O es normal que una persona se
suba al autobús y sin decir ni media se siente encima de tí? Bien pensado, en ese momento la insolente fui
yo porque frente a la mala educación del viejo no me callé y lo llamé
impertinente y maleducado delante del conductor y de todos los viajeros. Nadie
rechistó. Hubo quienes me miraron y aprobaron mis palabras. La insolencia del
viejo, señores, que llega hasta extremos inauditos. Y pensar que muchos jóvenes
tenemos mala fama…
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