Mi afición por los relatos cortos me ha motivado a enseñar un cuento que descubrí durante mis años de estudios filológicos y literarios. Se trata de " La gallina degollada" del poeta , dramaturgo y cuentista uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937). El relato pertenece al conjunto de historias agrupadas en el libro Cuentos de amor , de locura y de muerte (1917). Es un relato que impacta por la crudeza de sus imágenes , la tensión de la trama y la brutalidad de su desenlace.
A menudo se ha comparado a Horacio Quiroga con el maestro del terror Edgar Allan Poe. Pero los cuentos de Quiroga ahondan más en la descripción de una escena narrativa marcada por la locura de unos personajes que sienten la fatalidad del destino como un curso inaudito de acontecimientos que se suceden en un vértigo de fatalidades repetidas. En " La gallina degollada " Quiroga demuestra su habilidad narrativa y da cuenta de una prosa vívida , trazada al instante y desgarrada por el dolor y la sangre. Un relato que es , en sí mismo , una pequeña obra maestra.
La gallina degollada
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y
volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz
enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se
reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el
sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía
eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban
apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco,
con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se
notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los
tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y
mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos
enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de
un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas
posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que
tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones
terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con
esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la
inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su
madre.
-¡Hijo, mi hijo querido! -sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
-A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en
todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
-¡Sí!... ¡Sí! -asentía Mazzini-. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...
-En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto
a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un
poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener
sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació
éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía
idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su
apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más
belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de
redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y
punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión
por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus
almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de
los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían
entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en
cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos
pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de
nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera
aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón
de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención
ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de
culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la
insidia, la atmósfera se cargaba.
-Me parece -díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
-Es la primera vez -repuso al rato- que te veo inquietarte por el estado de tus hijos
.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
-De nuestros hijos, ¿me parece?
-Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? -alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
-¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
-¡Ah, no! -se sonrió Berta, muy pálida- ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba
más!... -murmuró.
-¿Qué, no faltaba más?
-¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
-¡Dejemos! -articuló, secándose por fin las manos.
-Como quieras; pero si quieres decir...
-¡Berta!
-¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo. Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que
la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba
ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían
acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor
contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse
perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición,
es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la
mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los
lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de
toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que
era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y
fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.
-¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .
-Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: -¡No, no te creo tanto!
-Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!
-¡Qué! ¿Qué dijiste?...
-¡Nada!
-¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a
tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido. -¡Al fin! -murmuró con los dientes apretados-. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
-¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos
tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
-¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al
médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón
picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han
amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto
hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las
emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una
palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo
como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados
uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
-¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón,
olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente,
cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor
con los monstruos.
-¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio
a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un momento
a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos,
más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco
horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla
desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre
la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo
con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en
sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula
bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La
pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
-¡Soltáme! ¡Déjame! -gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
-¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! -lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del
borde, pero sintióse arrancada y cayó.
-Mamá, ¡ay! Ma. . . -No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando
los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la
cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la
vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
-Me parece que te llama-le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
-¡Bertita!
Nadie respondió. -¡Bertita! -alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le
heló de horrible presentimiento.
-¡Mi hija, mi hija! -corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y
lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido
como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
-¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la
cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
¿ Qué os parecido el relato?
ResponderEliminarEste relato, me ha hecho venir a la cabeza los manicomios donde antaño se encerraba a los locos (o no tan locos), estos locos (los 4 hijos de Berta y Mazzini) eran repudiados totalmente por la sociedad y apartados del mundo exterior. Y Bertita (que por curiosamente es el nombre de mi prima pequeña), sería la antítesis, los que no estan locos, el resto de la sociedad.
ResponderEliminarLa pregunta es: ¿No seremos nosotros los locos, por no tratar de comprender a aquel que es diferente, y abandonarlos a su suerte como si fueran animales?
Por suerte hoy en dia parece que hemos aprendido la lección.
Me ha encantado el relato.
Gracias por tu comentario. Muy esclarecedor
ResponderEliminarmenudo relato duro y bello a un tiempo
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