¿Qué
puede hacer una treintañera soltera un fin de semana cuando siente un bajón
anímico terrible y no le apetece para nada quedar con nadie? Soy una chica
solitaria, una solitaria empedernida y crónica que se mueve en un círculo muy
cerrado de amistades. Me gusta sentir la soledad, acariciarla, entender sus
silencios y acompañarla en sus horas muertas. La soledad me habla como una
amiga fiel y constante que hace mil y una preguntas sin buscar una respuesta.
Un sábado por la tarde sentada frente a una pantalla de ordenador, saboreando
una onza de chocolate y pensando qué escribir.
De todos los temas que he tratado en mis libros, ni uno siquiera
vislumbra el del enamoramiento. Es un tópico en cualquier historia literaria
que se precie, una excusa perfecta para aportar excitación a una trama insulsa
o carente de interés. Que el tema del amor en todas sus facetas despierta
interés es bastante obvio. En sábados tristes
y anodinos como hoy me pregunto si el amor no fue inventado para
engañarnos y confundirnos, hacernos creer en la inmortalidad. Y es que, cuando
alguien está enamorado, ¡qué ansias tiene de trascender lo cotidiano! Al
enamorado todo el tiempo puede condensarse en la brevedad de un encuentro. El
mundo se le antoja su propio reino y los otros son vasallos puestos al servicio
de sus necesidades. La persona enamorada no tiene fronteras y tampoco siente la soledad de un sábado. A
falta de un amor real y verdadero, he decidido que pasaré al amor imaginado de
los libros y las películas. Me pongo un clásico del cine romántico: Los puentes de Madison. Una película
que he visto muchas veces y que volvería a ver una y otra vez sin cansarme. El
amor que surge entre Francesca, un ama de casa provinciana y sin emociones, y
Robert, un fotógrafo aventurero que trabaja para varias revistas. Dos mundos
opuestos que se encuentran y comparten durante cuatro días intensos un amor que
no puedo dejar de envidiar, porque despierta en mí la necesidad de amar más
allá de los libros. Esas historias de amor son las que otorgan realidad a toda
una vida, y no importa que duren cuatro días, cinco meses o diez años. Es amor
en su vertiente más desnuda y emocional. Como siempre, cuando termina la
película, no puedo evitar soltar unas lágrimas y un suspiro largo de
consternación y resignación. Me imagino que aparece un Robert Kincaid en mi
vida que me hace cambiar todo mi mundo. Imagino cómo sería encontrar a ese
alguien tan señalado, a la otra mitad de uno mismo. Me invento una vida en la
que nada es como el ahora, en el que dejo la soledad de la soltería para convertirme en una mujer
casada y con unos hijos adorables a los que reñir y hacer pasteles de
chocolate. Sueño despierta con una vida completamente diferente. No es que
desprecie mi vida actual. No es eso. Amo la soledad y la libertad de hacer lo
que quiera sin tener que dar explicaciones. Lo que ocurre es que el ser humano
nunca está satisfecho del todo con aquello que tiene. Siempre quiere más. Es el
animal más insaciable que existe en la faz de la tierra. Un depredador sin
límites ni ética alguna. Cuando he
terminado mi sesión de cine particular son las cinco de la tarde. Existen
varias opciones si, como tengo previsto, no saldré de casa hasta el lunes. Puedo
pasar las horas muertas viendo estúpidos programas de televisión o bien
realizar una actividad manual. Recuerdo que, cuando era pequeña, mi abuela y yo
acostumbrábamos a hacer unos deliciosos roscos cuando se acercaba la Pascua.
Nos juntábamos en la cocina y preparábamos todos los ingredientes. Yo la
ayudaba a amasar la pasta y dar forma a las rosquillas mientras ella las freía
en una inmensa cazuela. Durante los días
previos a la Semana Santa y en el transcurso de ésta, mi abuela hacía mil y un
postres: hojuelas, roscos, arroz con leche, pestiños y muchas más delicias cuyo
nombre apenas puedo recordar. Son esos recuerdos los que guardo en mi corazón
como un tesoro inmaterial. Es el tiempo
que esa persona nos presta y el relato de sus vivencias, sus consejos llenos de
sabiduría y experiencia lo único que nos queda cuando el ser amado se va. La
mejor manera de homenajear a mi abuela cuando quedan apenas unos días para que
llegue la Semana Santa es dedicándome este fin de semana a preparar algunos de
los postres que ella me enseñó. La cocina es una de mis aficiones, aunque reconozco
le dedico poco tiempo. Sólo cuando siento que estoy relajada y tengo verdadero
tiempo me atrevo a ponerme el delantal para crear un plato exquisito. Mi
familia dice que cocino la pasta mejor que una italiana y que hago unos mousses
de chocolate que son una auténtica maravilla. Creo que la pasión por la cocina
la heredé de mi abuela. Ella me enseñó a amar los pequeños trucos que hacen del
plato un placer único e inigualable. Decidí que lo primero que haría sería
llenar una olla con roscos de Cuaresma. Mi intención era repartir a mis
amistades en Oporto la mayor parte de rosquillas. Yo ya las había probado pero
mis vecinos, Branca,Ángela, el doctor Oliveira, Gilberto y muchos otros no
habían tenido la oportunidad de probarlas
así que me puse manos a la obra. La cocina de mi pequeño apartamento se
transformó en un pequeño obrador del que surgían roscos y más roscos que iban a
parar a una inmensa olla y a una fuente de cristal. Mientras cocinaba me
entraron unas ganas irreprimibles de escuchar algunas canciones de los ochenta,
una de las épocas prodigiosas para la música. Me abrí una copa de vino de
Oporto y pasé horas rememorando mi infancia. Si alguien me hubiera visto
hubiera creído que estaba loca. Hablaba como si mi abuela estuviera junto a mí.
Y es que, de hecho, sentía junto a mí que su presencia me indicaba cómo amasar
bien la pasta, dar forma a los roscos y cuánto tiempo debían estar friéndose.
Todo el apartamento olía a mi infancia, abrí las ventanas y dejé que el aroma de la dulzura se
esparciera por la ciudad lusa. Era mi manera particular de abrirme al mundo, de
dar a conocer mis secretos a mi nueva realida.En esas estaba cuando sonó el
teléfono. Era un número que no me resultaba demasiado conocido. Cuando escuché
la voz de Oliveira me quedé perpleja. No
recordaba que, durante aquella larga y distendida conversación le había cantado mi número de teléfono como una
vulgar niña de colegio.
-
¿Lucía?
Soy Oliveira. Espero no molestarte…
-
Hola Doctor
Olivera. No se preocupe. Estaba cocinando dulces.
-
Oh,
vaya, si quiere puedo llamarla más tarde..
-
No, tranquilo.
Es un pasatiempo. Me gusta cocinar postres cuando no tengo nada más que hacer.
-
Entiendo.
La llamaba porque…- Un breve silencio se escuchó al otro lado del aparato. El
doctor parecía estar pensando lo que iba a decir.- He pensado que quizás
quiera acompañarme mañana a una
exposición sobre arte y cine. Está en el museo portugués de fotografía, al lado
de la Torre de los Clérigos.
-
Ohh. Sí,
claro. No tengo nada que hacer- Cualquiera le decía que no a mi jefe. Aunque
debo reconocer que no me desagradaba la idea de salir con el doctor. Me parecía
casi mentira que hace apenas un mes le diera plantón y ahora estuviera
aceptando su sugerencia de ir juntos a una exposición.-
-
Si le
parece bien, podemos quedar mañana a las once. Puedo pasar por su casa, si
quiere. ¿Dónde me dijo que vivía?
-
No hace
falta, doctor. No quiero que se moleste. Mejor quedamos frente a la Torre de
los Clérigos. Es un buen punto.
-
Como quiera.
Hasta mañana a las once. Y, por favor Lucía, fuera del trabajo puedes llamarme
por mi nombre a secas. Álex ya está bien.
-
De
acuerdo, doctor. Hasta mañana.
La
soledad prevista para un domingo cualquiera por la mañana se había transformado
en una oportunidad valiosa para conocer más de cerca a mi jefe. Me senté en mi
butaca y empecé a pensar que quizás sus disculpas, el ramo de flores y su
recién estrenado interés por mi vida privada no fuera un tanto extraño.¿Por qué
narices se mostraba tan solícito conmigo? No entendía sus pretensiones. Mi
amiga Branca hubiera visto en esos signos una señal de enamoramiento por parte
del doctor. Ella siempre veía la parte más morbosa del asunto. Pero, de no ser
eso, ¿qué podía ser? Después de dar varias vueltas de tuerca al asunto llegué a
la misma conclusión de Branca. Oliveira se había separado de su rubia oxigenada
y, por el motivo que fuera, había puesto los ojos en mí. Quizás estuviera
pasando por una mala racha sentimental y necesitaba quedar con alguien para desahogar
sus penas. Lo más probable es que buscara una simple amistad y una buena
relación con su empleada. Al fin y al cabo, era su mano derecha y quien lo
había sacado de más de un embrollo de agenda. Podía haber seguido toda la tarde
intentando entender los motivos ocultos de su llamada pero sólo me hubiera
llevado a una migraña impresionante. Decidí hacer el esfuerzo de apartar de mi
mente ese pensamiento continuando con mi tarde culinaria. Volví a la cocina y
seguí preparando mis amados roscos de infancia pero, en esta nueva tanda ,
escogí a Bob Dylan para que
acompañara mi soledad.
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