sábado, 25 de marzo de 2017

Soledades vespertinas. Reflexiones sobre un fin de semana solitario.

¿Qué puede hacer una treintañera soltera un fin de semana cuando siente un bajón anímico terrible y no le apetece para nada quedar con nadie? Soy una chica solitaria, una solitaria empedernida y crónica que se mueve en un círculo muy cerrado de amistades. Me gusta sentir la soledad, acariciarla, entender sus silencios y acompañarla en sus horas muertas. La soledad me habla como una amiga fiel y constante que hace mil y una preguntas sin buscar una respuesta. Un sábado por la tarde sentada frente a una pantalla de ordenador, saboreando una onza de chocolate y pensando qué escribir. 



De todos los temas que he  tratado en mis libros, ni uno siquiera vislumbra el del enamoramiento. Es un tópico en cualquier historia literaria que se precie, una excusa perfecta para aportar excitación a una trama insulsa o carente de interés. Que el tema del amor en todas sus facetas despierta interés es bastante obvio. En sábados tristes  y anodinos como hoy me pregunto si el amor no fue inventado para engañarnos y confundirnos, hacernos creer en la inmortalidad. Y es que, cuando alguien está enamorado, ¡qué ansias tiene de trascender lo cotidiano! Al enamorado todo el tiempo puede condensarse en la brevedad de un encuentro. El mundo se le antoja su propio reino y los otros son vasallos puestos al servicio de sus necesidades. La persona enamorada no tiene fronteras  y tampoco siente la soledad de un sábado. A falta de un amor real y verdadero, he decidido que pasaré al amor imaginado de los libros y las películas. Me pongo un clásico del cine romántico: Los puentes de Madison. Una película que he visto muchas veces y que volvería a ver una y otra vez sin cansarme. El amor que surge entre Francesca, un ama de casa provinciana y sin emociones, y Robert, un fotógrafo aventurero que trabaja para varias revistas. Dos mundos opuestos que se encuentran y comparten durante cuatro días intensos un amor que no puedo dejar de envidiar, porque despierta en mí la necesidad de amar más allá de los libros. Esas historias de amor son las que otorgan realidad a toda una vida, y no importa que duren cuatro días, cinco meses o diez años. Es amor en su vertiente más desnuda y emocional. Como siempre, cuando termina la película, no puedo evitar soltar unas lágrimas y un suspiro largo de consternación y resignación. Me imagino que aparece un Robert Kincaid en mi vida que me hace cambiar todo mi mundo. Imagino cómo sería encontrar a ese alguien tan señalado, a la otra mitad de uno mismo. Me invento una vida en la que nada es como el ahora, en el que dejo la soledad  de la soltería para convertirme en una mujer casada y con unos hijos adorables a los que reñir y hacer pasteles de chocolate. Sueño despierta con una vida completamente diferente. No es que desprecie mi vida actual. No es eso. Amo la soledad y la libertad de hacer lo que quiera sin tener que dar explicaciones. Lo que ocurre es que el ser humano nunca está satisfecho del todo con aquello que tiene. Siempre quiere más. Es el animal más insaciable que existe en la faz de la tierra. Un depredador sin límites ni ética alguna.  Cuando he terminado mi sesión de cine particular son las cinco de la tarde. Existen varias opciones si, como tengo previsto, no saldré de casa hasta el lunes. Puedo pasar las horas muertas viendo estúpidos programas de televisión o bien realizar una actividad manual. Recuerdo que, cuando era pequeña, mi abuela y yo acostumbrábamos a hacer unos deliciosos roscos cuando se acercaba la Pascua. Nos juntábamos en la cocina y preparábamos todos los ingredientes. Yo la ayudaba a amasar la pasta y dar forma a las rosquillas mientras ella las freía en  una inmensa cazuela. Durante los días previos a la Semana Santa y en el transcurso de ésta, mi abuela hacía mil y un postres: hojuelas, roscos, arroz con leche, pestiños y muchas más delicias cuyo nombre apenas puedo recordar. Son esos recuerdos los que guardo en mi corazón como un  tesoro inmaterial. Es el tiempo que esa persona nos presta y el relato de sus vivencias, sus consejos llenos de sabiduría y experiencia lo único que nos queda cuando el ser amado se va. La mejor manera de homenajear a mi abuela cuando quedan apenas unos días para que llegue la Semana Santa es dedicándome este fin de semana a preparar algunos de los postres que ella me enseñó. La cocina es una de mis aficiones, aunque reconozco le dedico poco tiempo. Sólo cuando siento que estoy relajada y tengo verdadero tiempo me atrevo a ponerme el delantal para crear un plato exquisito. Mi familia dice que cocino la pasta mejor que una italiana y que hago unos mousses de chocolate que son una auténtica maravilla. Creo que la pasión por la cocina la heredé de mi abuela. Ella me enseñó a amar los pequeños trucos que hacen del plato un placer único e inigualable. Decidí que lo primero que haría sería llenar una olla con roscos de Cuaresma. Mi intención era repartir a mis amistades en Oporto la mayor parte de rosquillas. Yo ya las había probado pero mis vecinos, Branca,Ángela, el doctor Oliveira, Gilberto y muchos otros no habían tenido la oportunidad de probarlas  así que me puse manos a la obra. La cocina de mi pequeño apartamento se transformó en un pequeño obrador del que surgían roscos y más roscos que iban a parar a una inmensa olla y a una fuente de cristal. Mientras cocinaba me entraron unas ganas irreprimibles de escuchar algunas canciones de los ochenta, una de las épocas prodigiosas para la música. Me abrí una copa de vino de Oporto y pasé horas rememorando mi infancia. Si alguien me hubiera visto hubiera creído que estaba loca. Hablaba como si mi abuela estuviera junto a mí. Y es que, de hecho, sentía junto a mí que su presencia me indicaba cómo amasar bien la pasta, dar forma a los roscos y cuánto tiempo debían estar friéndose. Todo el apartamento olía a mi infancia, abrí las  ventanas y dejé que el aroma de la dulzura se esparciera por la ciudad lusa. Era mi manera particular de abrirme al mundo, de dar a conocer mis secretos a mi nueva realida.En esas estaba cuando sonó el teléfono. Era un número que no me resultaba demasiado conocido. Cuando escuché la voz de Oliveira  me quedé perpleja. No recordaba que, durante aquella larga y distendida conversación le había cantado mi número de teléfono como una vulgar niña de colegio.

-          ¿Lucía? Soy Oliveira. Espero no molestarte…

-          Hola Doctor Olivera. No se preocupe. Estaba cocinando dulces.

-          Oh, vaya, si quiere puedo llamarla más tarde..

-          No, tranquilo. Es un pasatiempo. Me gusta cocinar postres cuando no tengo nada más que hacer.

-          Entiendo. La llamaba porque…- Un breve silencio se escuchó al otro lado del aparato. El doctor parecía estar pensando lo que iba a decir.- He pensado que quizás quiera  acompañarme mañana a una exposición sobre arte y cine. Está en el museo portugués de fotografía, al lado de la Torre de los Clérigos.

-          Ohh. Sí, claro. No tengo nada que hacer- Cualquiera le decía que no a mi jefe. Aunque debo reconocer que no me desagradaba la idea de salir con el doctor. Me parecía casi mentira que hace apenas un mes le diera plantón y ahora estuviera aceptando su sugerencia de ir juntos a una exposición.-

-          Si le parece bien, podemos quedar mañana a las once. Puedo pasar por su casa, si quiere. ¿Dónde me dijo que vivía?

-          No hace falta, doctor. No quiero que se moleste. Mejor quedamos frente a la Torre de los Clérigos. Es un buen punto.

-          Como quiera. Hasta mañana a las once. Y, por favor Lucía, fuera del trabajo puedes llamarme por mi nombre a secas. Álex ya está bien.

-          De acuerdo, doctor. Hasta mañana.


La soledad prevista para un domingo cualquiera por la mañana se había transformado en una oportunidad valiosa para conocer más de cerca a mi jefe. Me senté en mi butaca y empecé a pensar que quizás sus disculpas, el ramo de flores y su recién estrenado interés por mi vida privada no fuera un tanto extraño.¿Por qué narices se mostraba tan solícito conmigo? No entendía sus pretensiones. Mi amiga Branca hubiera visto en esos signos una señal de enamoramiento por parte del doctor. Ella siempre veía la parte más morbosa del asunto. Pero, de no ser eso, ¿qué podía ser? Después de dar varias vueltas de tuerca al asunto llegué a la misma conclusión de Branca. Oliveira se había separado de su rubia oxigenada y, por el motivo que fuera, había puesto los ojos en mí. Quizás estuviera pasando por una mala racha sentimental y necesitaba quedar con alguien para desahogar sus penas. Lo más probable es que buscara una simple amistad y una buena relación con su empleada. Al fin y al cabo, era su mano derecha y quien lo había sacado de más de un embrollo de agenda. Podía haber seguido toda la tarde intentando entender los motivos ocultos de su llamada pero sólo me hubiera llevado a una migraña impresionante. Decidí hacer el esfuerzo de apartar de mi mente ese pensamiento continuando con mi tarde culinaria. Volví a la cocina y seguí preparando mis amados roscos de infancia pero, en esta nueva tanda , escogí a Bob Dylan para que acompañara mi soledad.

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