Por fin llegaron al cementerio de
los sueños. Una verja metálica estaba a punto de ser cerrada por un hombre de
aspecto descuidado y pinta de científico loco. Era el sepulturero. Vestido con un
viejo pantalón de pana y una chaqueta agujereada, el hombre los vio llegar y le
fue imposible no mostrar un gesto de estupefacción. Hacía mucho tiempo, tanto
que casi le era imposible de recordar. Hacía mucho tiempo que nadie visitaba el
cementerio. Aquel gato… le resultaba familiar. ¿No había estado antes allí? El
acompañante del felino tenía pinta de ser un niño de unos diez o doce años,
pero presentaba un aspecto peculiar. “Qué orejas de soplillo tiene.” pensó
cuando ambos estaban justo al otro lado de la verja. Bugay fue el primero en
hablar.
-
Me alegro de volver a verte, Manuel. ¿Te
acuerdas de mí? Soy Bugay. Hace tiempo estuve aquí solo. Charlamos durante un
buen rato. Me enseñaste el cementerio. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Quizás
no te acuerdas. Entonces era un gato más joven y flexible. Ahora, en cambio, me
canso demasiado. Me temo que estoy empezando a hacerme viejo.
El sepulturero se llevó las manos al mentón. Buscó en los
recovecos de su memoria algún indicio que presupusiera la existencia de un gato
parlanchín y altanero. Y, de repente, se hizo la luz en su humilde cabeza
oxidada.
-
Ya… Sí. Eres aquel gato procedente de las
reservas enanas. Sí. Recuerdo que me contaste lo cansado que estabas de los
otros gatos. Tu dueño era pastelero. Me hablaste mucho de la vida en las
reservas. Algo recuerdo de aquel tiempo.
-
Ya sabía yo que era imposible que tu vieja mente
me hubiera olvidado, Manuelito. No sueles tener muchas visitas. Te presento a
Geraldo, mi nuevo acompañante.
Se quedó observando al viejo
sepulturero. Jamás había visto a alguien con unas pintas tan raras. Geraldo se
compadeció de aquel hombre cubierto de suciedad. La soledad es la peor compañía
del hombre. Lo va mermando poco a poco. Aquel viejecito estaba totalmente
dejado de la mano de Dios. Supo más tarde que hubo un tiempo en que el viejo
sepulturero gozaba de la grata compañía
de una mujer. Su esposa era una mujer bella, delicada como una flor y sensible.
Murió de una extraña enfermedad cuando más felices eran. Dicen que el viejo
sepulturero , que por aquel entonces no era viejo , sino un joven apuesto y
feliz que despuntaba como escultor , cayó en una profunda depresión que lo
convirtió en un ser huraño y solitario. Abandonó su trabajo y se refugió en el
cementerio. Desde entonces se dedica a enterrar los sueños de los hombres. En
el Tahuantinsuyo muy pocos conocen su pasado. La gran mayoría de ciudadanos
saben de su existencia pero temen contagiarse del terrible pesimismo de este
lugar y prefieren no visitarlo. El sepulturero se conforma con dialogar con su
soledad. Ella lo aviva a continuar enterrando, aún sabiendo que enterrar es
siempre cubrir de manchas la chispa de esperanza que persiste en alejarse de
nuestros corazones. Y entraron en el cementerio de los sueños. A simple vista
era un cementerio cualquiera. Lápidas en el suelo con inscripciones, cruces y,
sólo en algunas de ellas, objetos personales que acompañaron al difunto en
vida. Pero a medida que se acercaba y leía las últimas frases dedicadas a los
supuestos difuntos, se sorprendió. Las personas enterradas allí no estaban
muertas. Necesitaba aire para continuar leyendo. Geraldo comprobó que los
supuestos dueños de algunas de las lápidas eran vecinos de su barrio, a los que
veía diariamente. Continuó leyendo y fue entendiendo lo que realmente estaba
allí enterrado. En una de las lápidas, leyó:
“Cristian
Puig Hernández. Aquí yace su vocación de artista plástico. Las Bellas Artes
perdieron a una gran promesa porque las abandonó cuando más lo necesitaban.”
Conocía a Christian. Era un
vecino y amigo de sus padres. Un buen tipo. Se dedicaba a ayudar a los
albañiles. Estaba casado y tenía una niña. Desconocía que Cristian había
probado suerte como artista. Lo que parecía muy claro es que había abandonado
esa tarea para dedicarse a algo que le reportara una mayor cuantía económica.
En aquella lápida yacía su más secreta vocación. Geraldo tenía la idea asumida
de que, en el Tahuantinsuyo, todo el mundo trabajaba en aquello que le reportaba satisfacción. Pero no era
exactamente así. ¿Y si la aparente felicidad y reputación de la isla era sólo
una estrategia de publicidad para atraer
inversiones y capitales? Desechó la idea. El Tahuantinsuyo era la isla de la
felicidad, y la felicidad es un sentimiento muy transparente que no admite
imposturas y sonrisas falsas. Pero la duda recayó en la fiel certeza de su
mente. Bugay y el sepulturero continuaban caminando por el caminillo. A ambos
lados, cientos de lápidas de mujeres y hombres del Tahuantinsuyo que, por algún
motivo u otro, habían enterrado allí deseos irrealizables, vocaciones
frustradas y sueños incumplidos. Leyó otra lápida. Era la de una niña de diez
años, un año menor que él.
“Elisa Cases Ramírez. Aquí descansa su sueño de
convertirse en una célebre pianista. Sus padres se negaron a comprarle un piano
y apuntarla al conservatorio porque, según su criterio, no tenía ninguna salida
profesional. La música lamenta su pérdida.”
Y del mismo estilo eran las lápidas que leía a medida que caminaba. Geraldo
no pudo evitar emocionarse al ir leyendo las inscripciones que contenían esos
cientos de sueños enterrados, barridos por sus mismos poseedores. Aquellas
personas no creyeron en ellos por considerarlo eso, sueños imposibles y poco
cimentados en la auténtica realidad. Enterrando sus sueños habían enterrado
también parte de su propio ser. Ellos mismos se habían cortado las alas por miedo a volar demasiado
lejos de lo que está permitido bajo los escrutinios de una realidad cotidiana
vulgar y anodina. Manuel, el sepulturero, se había parado para descansar y
entabló un pequeño diálogo con el hombrecito de medidas inusuales.
-
Mi
trabajo es constante. Cada día debo excavar y enterrar sueños no realizados de
vuestros ciudadanos civilizados. Lo tenéis todo en esta isla: Comodidad,
espacios naturales, recursos para hacer lo que queráis ,y, sin embargo,
muchos ciudadanos tahuantinsuyos siguen
teniendo miedo y no se atreven a dar el paso definitivo que cambie sus vidas.
No realizan sus sueños. Lo peor que le puede pasar a un ser humano es que muera
sin haber realizado ni uno siquiera de sus muchos anhelos.
Geraldo no entendía la completa estupidez humana. Todos los seres
humanos venimos al mundo para cumplir un propósito. La mejor manera de cumplir
nuestro propósito es atendiendo a nuestros aptitudes. Si a una niña de diez
años se le da bien tocar el piano, ¿por qué nos empeñamos en desviar a la niña
de una aptitud natural? Esa niña ha nacido para tocar y hacer felices a los
demás con su música. Ése es el propósito de su vida. Una vida feliz y plena
debe ser aquella en la que la persona humana haga aquello para lo que está
llamado a “ser”. Geraldo sintió tristeza por la cantidad de sueños abandonados.
Allí descansaba lo mejor de aquellas personas. Él adoraba escribir y siempre se
imaginaba a sí mismo firmando novelas. Sí. Él había nacido con un propósito en
esta vida. El propósito de su vida era simplemente escribir para que otros
disfrutaran leyendo sus historias. Siguió caminando y leyendo restos de sueños perdidos. Ya
estaban a punto de completar una vuelta completa cuando se fijó en una de
ellas. ¿Había leído bien y lo que había
escrito en la lápida era su nombre o era fruto de una nueva alucinación? Volvió
a leer la inscripción:
“Geraldo Herikopf. Aquí yace su sueño de
convertirse en astronauta. Aunque no ha perdido su enorme afición por la astronomía,
el sueño de explorar el espacio ha quedado bastante olvidado entre sus
prioridades. La Astronomía le invita a recuperarlo.”
Geraldo no pudo evitar soltar
unas lágrimas al reconocerse en aquella tumba. Lo escrito allí era
completamente cierto. Además de la escritura, otra de sus grandes pasiones era
la astronomía. A los ocho años recibió su primer telescopio. Se lo regalaron
sus padres y desde entonces no había noche en que no observara el universo.
Contemplar la luna era maravilloso: la profundidad de sus cráteres, la altura
de sus montañas y la longitud de sus
mares. Alguna vez había manifestado el deseo de convertirse en astronauta.
Monia y Mike lo miraron con cierta compasión: ¿Cómo quería su hijo, que ni
siquiera era admitido en una escuela normal para niños, atreverse con la idea
de explorar el universo? Su hermano Roberto, al escuchar el comentario, no paró
de burlarse de él durante una semana. Geraldo lloró su sueño bastantes días
hasta que lo dejó olvidado en algún rincón de su conciencia. Lo que jamás
abandonó, como ya ha sido mencionado, es su afición por los astros y la lectura
de libros de ciencia ficción. Su telescopio era, junto a los libros de
anticuario, una de las reliquias de su
dormitorio. Ahora fue Bugay el primero en hablar:
-
Todo ser humano tiene sueños incumplidos. Sois
tan ambiciosos en vuestra búsqueda del saber que os creáis demasiadas
expectativas sobre lo que debéis llegar a alcanzar. Los gatos somos mucho más
simples. Intentamos vivir lo mejor posible superando las barreras del día a día sin
preocuparnos demasiado por conseguir grandes logros.
Pensó que quizás Bugay, el gato
de las reservas, tuviera razón. ¿Por qué los hombres se esfuerzan en ser
infelices? La razón de su infelicidad es la desproporcionalidad y lo
inverosímil de sus sueños. Si sus metas y propósitos fueran más acordes con la
realidad, la frustración entre lo que realmente se es y lo que se quiere llegar
a ser no sería tan grande, ni produciría ese sentimiento de abatimiento. El
hombre debe tener grandes objetivos en la vida , pero debe esforzarse en que la
distancia que separa su situación actual y la meta a “alcanzar” no sea demasiada
estrecha ni demasiado larga para poder ser
recorrida en los años que dan una vida humana. Porque el ser humano es
demasiado pequeño para querer alcanzar las estrellas. Debe limitarse a
observarlas y admirarlas. Próxima
Centauri es la estrella más cercana a la tierra. No es una estrella muy
luminosa, por lo que cuesta ver a través del telescopio. Es pequeña y bastante
joven. Está a solo 4.24 años luz del sol y todavía le queda la mitad de una
vida por recorrer en la bóveda celeste. Comparada con la larga vida de una
estrella, la nuestra es puramente anecdótica. Estamos hechos de una materia
fácilmente corruptible. Pasamos por el tiempo demasiado rápido, por lo que las
oportunidades de cumplir nuestros sueños son escasas. Aun así, es deber del
hombre la superación cotidiana y la proyección de sus mejores intenciones en
aras de un buen progreso. Un famoso astrónomo dijo una vez que
la humanidad está hecha de polvo y materia estelar. Quizás sea esa
materia estelar de la que estamos hechos la que nos impulse a querer ser cada
vez más divinos y menos humanos. Porque estamos hecho de materia estelar, de la
misma materia que compone los sueños que insistimos en enterrar en el vasto
cementerio de nuestra memoria.
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